miércoles, 7 de noviembre de 2012

EL ARREPENTIMIENTO


Entonces oído esto, fueron compungidos de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos?
Y Pedro les dice: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. (Hechos 2:37,38)

Los judíos del tiempo de Jesús estaban asombrados por el poder de los apóstoles. Luego de la partida de Jesús y la venida del Espíritu Santo los apóstoles habían realizado grandes milagros y prodigios los cuales hicieron que toda la multitud se asombrara y temiera por haber crucificado al Mesías. Ante tal revelación, la gente empezó a preguntar a los apóstoles qué debían hacer para poder alcanzar el perdón de Dios y la salvación. Pedro les contestó que debían arrepentirse y bautizarse en el nombre de Jesucristo para el perdón de sus pecados.
En primer lugar, el arrepentimiento implica no sólo un reconocimiento del pecado, sino también un cambio de conducta. Mediante el arrepentimiento se reconoce la naturaleza destructiva del pecado que no sólo contamina la vida del pecador, sino también de todos los que lo rodean. Luego de reconocer la malignidad del pecado, el transgresor comienza una lucha por dejarlo atrás. El mensaje del evangelio incluye un mensaje de reeducación de aquellos cuyas vidas han sido manchadas por la transgresión. Esta educación constituye una preparación para el reino de los cielos.
Uno de los grandes problemas del hombre es aceptarse como pecador. Jesús reprendió la hipocresía de los fariseos, llamándolos sepulcros blanqueados. Estos hombres hacían alarde de su justicia humana imperfecta, creían en su interior que eran excelentes personas y, por otro lado, prescindían de la justicia y perfección de Dios.
Jesús les remarcaba a los fariseos, que las rameras y los publicanos los antecedían en el reino de los cielos. Los pecadores eran más aceptables para Dios que los fariseos porque ellos sentían más necesidad de la justicia de Dios que el resto de las personas. Las rameras y publicanos habían experimentado el rechazo de la sociedad y tenían plena conciencia de sus propias bajezas humanas. Muchos de ellos habían probado los placeres de esta vida y sus existencias habían perdido rumbo y sentido. Las rameras y los publicanos sabían que no eran buenos, ni aceptables para Dios o para los hombres. El hecho de reconocerse como pecadores los convertía en material más útil para el reino de los cielos que los mismos fariseos con toda su justicia superficial.
La presencia de Cristo en la vida de los pecadores constituía un bálsamo regenerador. Gracias a la necesidad de purificación que sentían sus manchados corazones abrían más fácilmente las puertas de sus vidas a la entrada del Espíritu Santo. La mansedumbre y la humildad son cualidades que hacen posible la presencia del Espíritu Santo en la vida de los pecadores.
El arrepentimiento difiere del remordimiento en que el primero conlleva una comprensión de la malignidad del pecado y un sentimiento de amargura por haber desobedecido a Dios. Por otro lado el remordimiento, es un sentimiento de pesar por las consecuencias del pecado, por el resultado amargo, pero no acarrea un deseo de cambio. La persona arrepentida desea cambiar su conducta y busca alcanzar todos los medios para lograrlo.
Juan el Bautista, el mensajero encargado de preparar el camino de Jesús, les decía a las personas que se hicieran frutos dignos de arrepentimiento porque el hacha estaba puesta a la raíz. Estos frutos de los cuales predicaba Juan, son los cambios que deben operarse en la vida del pecador. Alguna vez he escuchado a personas decir que confiesan los mismos pecados cada semana, como si la confesión en por sí misma fuera suficiente para completar el proceso de regeneración del hombre. La confesión es el primer paso pero luego que se reconoce la malignidad del pecado, es necesario hacer esfuerzos decididos por dejarlo atrás, buscar una y otra forma de cambiar la conducta desviada.
El sabio Salomón dice que el justo cae siete veces, pero siete veces torna a levantarse. En nuestro andar diario los hombres se podemos caer en el pecado y Dios entiende nuestra condición, sabe que estamos hechos de polvo y nuestras flaquezas son, muchas veces, más fuertes que nosotros. Pero el justo torna a levantarse, no se conforma con el pecado, sino que lucha por salir de él.
Existe una diferencia entre los cerdos y los corderos. Mientras que los cerdos se deleitan en el lodo podrido, se revuelcan y se refrescan en la suciedad, los corderos por su parte, cuando caen en el barro inmediatamente luchan por salir de él. El lodo podrido representa al pecado, los cerdos son los pecadores que se deleitan en el pecado y los corderos son los hijos de Dios que luchan por salir del pecado cuando caen en él. Muchas personas, como los cerdos, disfrutan del pecado, a pesar de entender que es perjudicial para sus vidas y las del resto. Los  cerdos no se esfuerzan por cambiar sus conductas, antes son felices practicando el pecado. Existen muchas personas que se deleitan hablando mal de los demás, calumniando, otros disfrutan del robo o los homicidios, otros practican el adulterio como forma de vida. No luchan ni tienen intenciones de cambiar.
Para alcanzar la salvación es necesario aceptar que somos pecadores. Es necesario deponer el ego y toda soberbia para aceptar humildemente la necesidad de un Salvador. Quien no pecó no necesita de Jesús, ni de la cruz del calvario, porque su propia justicia ante sus ojos es suficiente. En cambio quién aceptó su condición de pecador, necesita desesperadamente de un Redentor y la cruz del calvario se convierte en una luz en las tinieblas que resplandece inigualablemente. La sangre de Jesús, para aquel que aceptó sus pecados, es preciosa porque entendió que fue derramada para expiar sus culpas.
 Las rameras y los publicanos entendían más cabalmente que el resto de las personas que Cristo había muerto por sus pecados, esto los llevaba a un arrepentimiento más genuino y completo. El cambio de vida en este tipo de personas era radical. Luego de que Jesús entraba en sus vidas, no eran los mismos. Se comportaban de otra forma, buscando la santidad; se vestían de otra forma con pulcritud dejando los atavíos viles del pecado; hablaban en forma pura y correcta al igual que su Maestro; sus ojos estaban llenos de misericordia hacia el pecador, habiendo ellos mismos experimentado la gran misericordia de Dios en sus propias vidas. Estaban arrepentidos de sus pecados.

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