Entonces
oído esto, fueron compungidos de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros
apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos?
Y
Pedro les dice: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de
Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo.
(Hechos 2:37,38)
Los judíos del tiempo de Jesús estaban asombrados por el
poder de los apóstoles. Luego de la partida de Jesús y la venida del Espíritu
Santo los apóstoles habían realizado grandes milagros y prodigios los cuales
hicieron que toda la multitud se asombrara y temiera por haber crucificado al
Mesías. Ante tal revelación, la gente empezó a preguntar a los apóstoles qué
debían hacer para poder alcanzar el perdón de Dios y la salvación. Pedro les
contestó que debían arrepentirse y bautizarse en el nombre de Jesucristo para
el perdón de sus pecados.
En primer lugar, el arrepentimiento implica no sólo un
reconocimiento del pecado, sino también un cambio de conducta. Mediante el
arrepentimiento se reconoce la naturaleza destructiva del pecado que no sólo
contamina la vida del pecador, sino también de todos los que lo rodean. Luego
de reconocer la malignidad del pecado, el transgresor comienza una lucha por
dejarlo atrás. El mensaje del evangelio incluye un mensaje de reeducación de
aquellos cuyas vidas han sido manchadas por la transgresión. Esta educación
constituye una preparación para el reino de los cielos.
Uno de los grandes problemas del hombre es aceptarse como
pecador. Jesús reprendió la hipocresía de los fariseos, llamándolos sepulcros
blanqueados. Estos hombres hacían alarde de su justicia humana imperfecta,
creían en su interior que eran excelentes personas y, por otro lado, prescindían
de la justicia y perfección de Dios.
Jesús les remarcaba a los fariseos, que las rameras y los
publicanos los antecedían en el reino de los cielos. Los pecadores eran más
aceptables para Dios que los fariseos porque ellos sentían más necesidad de la
justicia de Dios que el resto de las personas. Las rameras y publicanos habían
experimentado el rechazo de la sociedad y tenían plena conciencia de sus
propias bajezas humanas. Muchos de ellos habían probado los placeres de esta
vida y sus existencias habían perdido rumbo y sentido. Las rameras y los
publicanos sabían que no eran buenos, ni aceptables para Dios o para los
hombres. El hecho de reconocerse como pecadores los convertía en material más
útil para el reino de los cielos que los mismos fariseos con toda su justicia
superficial.
La presencia de Cristo en la vida de los pecadores
constituía un bálsamo regenerador. Gracias a la necesidad de purificación que
sentían sus manchados corazones abrían más fácilmente las puertas de sus vidas
a la entrada del Espíritu Santo. La mansedumbre y la humildad son cualidades
que hacen posible la presencia del Espíritu Santo en la vida de los pecadores.
El arrepentimiento difiere del remordimiento en que el
primero conlleva una comprensión de la malignidad del pecado y un sentimiento
de amargura por haber desobedecido a Dios. Por otro lado el remordimiento, es
un sentimiento de pesar por las consecuencias del pecado, por el resultado
amargo, pero no acarrea un deseo de cambio. La persona arrepentida desea
cambiar su conducta y busca alcanzar todos los medios para lograrlo.
Juan el Bautista, el mensajero encargado de preparar el
camino de Jesús, les decía a las personas que se hicieran frutos dignos de
arrepentimiento porque el hacha estaba puesta a la raíz. Estos frutos de los
cuales predicaba Juan, son los cambios que deben operarse en la vida del
pecador. Alguna vez he escuchado a personas decir que confiesan los mismos
pecados cada semana, como si la confesión en por sí misma fuera suficiente para
completar el proceso de regeneración del hombre. La confesión es el primer paso
pero luego que se reconoce la malignidad del pecado, es necesario hacer esfuerzos
decididos por dejarlo atrás, buscar una y otra forma de cambiar la conducta desviada.
El sabio Salomón dice que el justo cae siete veces, pero
siete veces torna a levantarse. En nuestro andar diario los hombres se podemos
caer en el pecado y Dios entiende nuestra condición, sabe que estamos hechos de
polvo y nuestras flaquezas son, muchas veces, más fuertes que nosotros. Pero el
justo torna a levantarse, no se conforma con el pecado, sino que lucha por
salir de él.
Existe una diferencia entre los cerdos y los corderos.
Mientras que los cerdos se deleitan en el lodo podrido, se revuelcan y se
refrescan en la suciedad, los corderos por su parte, cuando caen en el barro
inmediatamente luchan por salir de él. El lodo podrido representa al pecado,
los cerdos son los pecadores que se deleitan en el pecado y los corderos son
los hijos de Dios que luchan por salir del pecado cuando caen en él. Muchas
personas, como los cerdos, disfrutan del pecado, a pesar de entender que es
perjudicial para sus vidas y las del resto. Los cerdos no se esfuerzan por cambiar sus
conductas, antes son felices practicando el pecado. Existen muchas personas que
se deleitan hablando mal de los demás, calumniando, otros disfrutan del robo o
los homicidios, otros practican el adulterio como forma de vida. No luchan ni
tienen intenciones de cambiar.
Para alcanzar la salvación es necesario aceptar que somos
pecadores. Es necesario deponer el ego y toda soberbia para aceptar
humildemente la necesidad de un Salvador. Quien no pecó no necesita de Jesús,
ni de la cruz del calvario, porque su propia justicia ante sus ojos es
suficiente. En cambio quién aceptó su condición de pecador, necesita
desesperadamente de un Redentor y la cruz del calvario se convierte en una luz
en las tinieblas que resplandece inigualablemente. La sangre de Jesús, para
aquel que aceptó sus pecados, es preciosa porque entendió que fue derramada
para expiar sus culpas.
Las rameras y los
publicanos entendían más cabalmente que el resto de las personas que Cristo
había muerto por sus pecados, esto los llevaba a un arrepentimiento más genuino
y completo. El cambio de vida en este tipo de personas era radical. Luego de
que Jesús entraba en sus vidas, no eran los mismos. Se comportaban de otra
forma, buscando la santidad; se vestían de otra forma con pulcritud dejando los
atavíos viles del pecado; hablaban en forma pura y correcta al igual que su
Maestro; sus ojos estaban llenos de misericordia hacia el pecador, habiendo
ellos mismos experimentado la gran misericordia de Dios en sus propias vidas.
Estaban arrepentidos de sus pecados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario