Y
sacándolos, les dijo: Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?
Ellos
dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa. (Hechos
16:30,31)
Pablo y Silas estaban en la cárcel y luego de que
ocurriera un milagro asombroso el carcelero tuvo la necesidad de saber que
debía hacer para alcanzar la salvación. El carcelero sabía que algún día sería
juzgado por Dios y se decidiría su destino. En Biblia se encuentra una
afirmación categórica repetida en numerosos pasajes: todos compareceremos ante
el tribunal de Cristo, absolutamente todos los seres humanos rendirán cuenta en
el día del juicio de lo que hicieron mientras estaban vivos.
En este juicio, por el que pasaremos todos, sólo
podrán dictarse dos pronunciamientos, uno o el otro: La salvación eterna, en
caso de haber sido aceptados por el tribunal; o la condenación perpetua, en
caso de no llegar a reunir los méritos suficientes para alcanzar la salvación.
Todos los seres humanos son pecadores, sobre todos
pesa una condenación ineludible. Cada ser humano lleva sobre sí la condena de
muerte a causa de sus pecados. Tratar de lavarlos es imposible, pues el pecado
constituye una mancha tan profunda que no puede ser limpiada con nada en este
mundo.
Incluso en la tierra, conforme a las leyes humanas,
hay ciertas acciones que acarrean consecuencias inevitables, son acciones que
sólo pueden llevar una sola condena posible. Por ejemplo, quien haya cometido
un asesinato intencional en la tierra no puede librarse de prisión pagando ni
siquiera la suma más elevada, sólo cumplir con el encarcelamiento puede
satisfacer la necesidad de justicia. De la misma forma sólo la muerte del
pecador puede satisfacer la necesidad de justicia que acarrea el pecado.
La condenación del infierno no consiste en una
tortura interminable que durará por los siglos. Esto haría de Dios un juez
inexorable que paga con ilimitada dureza un pecado que se cometió en una vida
finita, con consecuencias finitas. No, de ninguna forma esto puede ser así. En
realidad, la condenación que pesa sobre los seres humanos es de naturaleza
limitada. El castigo de los perdidos consistirá en la muerte eterna. Ellos
perderán su vida para siempre y entrarán en un estado de inconciencia perpetua,
nunca más volverán a sentir nada, ni experimentarán dolor o placer, ni dicha ni
tristeza. Los condenados no serán torturados por toda la eternidad sin fin. Sin
embargo, luego de haber sido castigados conforme a sus acciones, perderán su
vida, dejarán de ser, satisfaciendo de esta forma, la necesidad universal de
justicia. Esta condenación será llevada por quienes no hayan aprendido el valor
de la vida, por quienes no tengan un carácter idóneo, apto para la vida
pacífica, armoniosa y en comunión con el resto de los seres vivos, ellos nunca serían
felices en el reino de los cielos.
Viendo el juicio venidero el carcelero de Pablo le
preguntó acerca de lo que tenía que hacer para ganar la vida eterna. Pablo contesto
con lo imprescindible: Creer en el nombre de Jesús.
Creer en Jesús significa creer en el Hijo de Dios.
En el sustituto de nuestros pecados ¿Cómo puede ser que el solo hecho de creer
libere al homicida, al ladrón o al adultero de su condena? Aunque parezca increíble
la fe en Jesús salva al creyente porque la condena que pesaba sobre el pecador
es llevada por aquel que nunca pecó. De esta forma la pureza y justicia de
Jesucristo son otorgadas al creyente y sus pecados son depositados en forma
misteriosa en la cruz del calvario.
Al creer aceptamos el sacrificio del Mesías. Esta
profesión de fe en el Hijo de Dios implica que el pecador acepta su condición
deplorable y por ende que es merecedor de la pena de muerte. Acepta que el
pecado es un elemento destructivo en su vida y la vida del resto de los humanos.
Al aceptar al pecado como elemento destructivo de la humanidad, al mismo tiempo
acepta la justicia de Dios y sus mandamientos como necesarios para lograr la
armoniosa convivencia de los seres vivos. De esta forma se aceptamos que la ley
de Dios es justa y buena y nosotros andábamos por caminos errados cuando vivíamos
en nuestros pecados.
La cruz de Cristo es central en la historia de la
humanidad. Sin duda alguna, por más que en el mundo existan millones de
personas no cristianas, es indiscutible que la vida, muerte y resurrección de
Cristo marcan un punto de inflexión en donde todo el curso de la historia de
los hombres cambió radicalmente.
La fe en el Hijo de Dios comunica salvación no
solamente al creyente sino también a todos los miembros de su familia. El
creyente se convierte en un punto de conexión con la sangre redentora por la
cual todos pueden llegarse al trono de la gracia para alcanzar salvación. Dios
te llama a creer. La fe es un don de Dios, que puede pedirse con humildad,
entonces como el grano de mostaza, la fe llegará a convertirse en un gran árbol
en la vida del creyente, en el árbol de la vida eterna.
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