Mas a todos los que le recibieron, a los que creen
en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son
engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino
de Dios. (Juan 1:12, 13)
A pesar del rechazo siempre ha habido almas dispuestas a aceptar el
mensaje de salvación. Jesús no había venido a llamar a justos sino a pecadores
al arrepentimiento. Tan sólo el alma que ha aceptado su condición de pecado
puede aceptar gozosamente el mensaje de la salvación. Ninguna persona que no
haya tomado conciencia de su enfermedad mortal y que no sienta la necesidad de
purificación de los pecados podrá aceptar el mensaje del Redentor que vino a
llevar nuestros pecados para darnos una segunda oportunidad.
La primera condición ineludible para nacer como hijos de Dios es creer
en el nombre de Jesús. Pedro dijo que no hay otro nombre dado a los hombres
debajo del cielo en el cual pueda hallarse salvación. Al invocar el nombre de
Jesús, aceptamos sus enseñanzas y por sobre todas las cosas que el Hijo de Dios
tomó nuestro lugar en la cruz, llevó sobre sí nuestros pecados y por sus llagas
fuimos curados. Al aceptar el nombre de Jesús, aceptamos que necesitamos nacer
de nuevo, para dejar nuestra vida de pecado atrás. De esta manera justificamos
a Dios y aceptamos que su ley es santa justa y buena y que su transgresión
lleva a la destrucción de la vida.
Los hijos de Dios no son engendrados de carne o de sangre. Toda la raza
humana es en cuanto creación propiedad de Dios. Sin embargo, ser hijos de Dios
en el espíritu va más allá de una mera descendencia carnal. La filiación divina
está relacionada con un nacimiento espiritual. Al someternos a los mandamientos
de Dios, entonces sometemos nuestro espíritu a la voluntad divina y por lo
tanto, nuestro espíritu es recreado a imagen y semejanza del Salvador. La imagen
deteriorada de Dios en el hombre, es restaurada por la observancia a los
mandamientos de Dios y el hombre recupera su naturaleza pura y santa.
En el nombre de Jesús los apóstoles echaban fuera demonios, devolvían la
vista a los ciegos, sanaban enfermos y resucitaban muertos. Jesús dio la
promesa de que todo lo que pidiéramos en su nombre El lo haría. Sin embargo, a
pesar de todos estos preciosos dones del Espíritu otorgados en el nombre de
Jesús, el mayor de todos los dones de Dios es el perdón de los pecados. Al nacer como hijos de Dios por el nombre de
Jesús nuestros nombres son anotados en el libro de la vida del Cordero. De esta
manera en el día del juicio final, cuando el juez se siente sobre la silla y
sean puestas delante de El todas las naciones, solamente aquellos que estén inscriptos
en el libro de la vida podrán heredar la vida eterna y habitarán por siempre en
la tierra prometida junto a Dios.
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